Recogía piedras.
Luego las pintaba.
Les dibujaba un rostro y rasgos individuales.
Les ponía un nombre.
Creaba para cada una de ellas una breve biografía.
Identificaba lazos, entre ellas.
Supuestas relaciones afectivas y otras de orden
genealógico.
Las disponía sobre una mesa.
Luego sobre una gran mesa.
Finalmente, creó muebles y repisas para poder
organizarlas.
Llegó a hacer miles.
Por un tiempo abrió una tienda.
Salió una nota en un periódico.
No sabía si exponerlas o pedir algún monto
específico por ellas.
Le costó mucho decidirse, pero finalmente vendió
unas pocas.
Observó que las piedras que llevaban eran siempre
del mismo tipo.
Colores brillantes, rostros amables, formas definidas.
Para él, sin embargo, no había diferencias entre
ellas.
No de rango, me refiero.
Tampoco estéticas.
Solo diferencias que decían relación con sus datos
y referencias.
Pareció molestarse, entonces, ante el
comportamiento de los compradores.
Debido a esto, cerró la tienda.
Concentró su tiempo en seguir pintando.
Se distanció de su familia y gastó sus ahorros.
Principalmente el dinero que había recibido por una
herencia.
Contrató ayudantes.
Dos chicos y una chica.
Les enseñó el trabajo, pero no los dejaba pintar.
Solo organizaban.
Transcribían biografías.
Hacían pequeñas observaciones.
Una tarde los escuchó reírse mientras almorzaban.
Se reían del nombre que les había puesto algunas
piedras.
Le pareció que no tomaban el trabajo lo
suficientemente en serio.
Pensó en acercarse y sorprenderlos.
Introducir en sus cabezas aquello de lo que se
habían burlado.
Una piedra en cada cabeza, pensó.
Pero aún no era tiempo.
Faltaba poco, pero aún no lo era.
Una piedra por cabeza, calculó.
Y siguió pintando.
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