Compró diez manzanas porque se veían bien.
Brillaban incluso, sobre un mesón, aparentemente
perfectas.
Eran rojas y de gran tamaño, y quedaban casi a
mitad de precio si comprabas la decena.
Entonces ella seleccionó diez.
Las eligió todas del mismo tamaño, con un color y
apariencia bastante similar.
De hecho, costaba diferenciar unas manzanas de
otras.
Se lo comenté y ella me dijo que no necesitaba
diferenciarlas.
Tenía razón, pensé, pero no se lo dije.
Entonces, como no me gusta ceder le
lancé otra frase:
De todas formas, tampoco necesitas diez manzanas.
No contestó, pero noté que, mientras las miraba,
hacía cálculos.
Me arrepentí entonces de haber hecho esa
observación.
Después de todo, ella vivía sola y hace unos días
me había comentado que esa situación la amargaba bastante.
Tomé una de las manzanas e intenté cambiar el tema,
pero no se me ocurría qué decir.
Ella parecía un poco triste.
Cuando chico, en la casa de un compañero, me
robé una manzana que se veía como esta, le dije.
Recuerdo que la dejé en mi velador por varios
días, sin comerla… no sé si por culpa o
porque me gustaba como objeto.
¿Se pudrió?, me interrumpió ella.
Un poco, dije yo. Comenzó a soltar un olor
desagradable y un día mi madre la botó, retándome además por tener esas cosas
en mi pieza.
¿Qué me quieres decir con eso?, dijo
entonces.
Se formó un silencio incómodo.
La observé y parecía molesta. Tal vez dolida.
Intenté explicar que no quería decir nada, pero a
cada intento decía algo peor.
Mencioné incluso que con las manzanas podía hacerse
veneno, y hasta recordé una leyenda de los gusanos que anidaban en ellas…
Mejor me voy, dije de pronto, para no seguir
De acuerdo, dijo ella.
Nos despedimos fríamente y me fui.
De regreso a casa me di cuenta que llevaba todavía
una manzana.
Ahora está sobre el velador, quién sabe si
pudriéndose.
Mientras escribo la observo, no sé si con culpa, o
admirándola como objeto.
Nada de esto ha pasado ya.
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