I.
De lo que brilla en la tierra, decía un
personaje de Eurípides, nos mostramos ciegamente enamorados. Sea lo que
sea, con tal que brille. Eso nos enamora y nos ciega, al mismo tiempo. Creo que
en griego existe una única palabra para nombrar ambas sensaciones. No sé cuál
es, sin embargo, esa palabra.
II.
Voy a suponer que es cierto. Que nos enamora y nos ciega
lo que brilla acá en la tierra. Entonces buscaré razones. Escogeré dos, que por
cierto no son mías:
1) Por desconocimiento de otra clase de vida, y
2) Por carecer de la prueba evidente de lo que
sucede en el mundo de abajo y dejarnos llevar por los mitos.
III.
El fuego brilla, acá en la tierra. O la muerte de algo,
más bien, bajo el fuego. No es transformación como dicen algunos. Y si lo es, es
también muerte. Eso no lo hace menos valioso, por cierto. Tampoco debiese
ahuyentar a nadie. Después de todo, vida y muerte hacen la misma combustión,
aquí en la tierra. Ambas brillan, enamoran y ciegan, prácticamente de la misma
forma.
IV.
Pocas cosas hay que brillen, en la tierra. Que
brillen con luz propia, me refiero. Por lo mismo, doblemente ciego es aquel que
se enamora de aquello que brilla simplemente por reflejo. Y añade desdicha a su
ceguera aquel que no quiere conocer otra clase de vida. Por eso hoy, si soy sincero,
leo a Eurípides. Porque su chispa me permite encender un fuego más puro. Y
enamorarme, sin ceguera, de esa llama.
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