I.
Tengo un alumno que no ha faltado nunca a clases.
Lo conozco hace tres años y en todo este tiempo ha venido siempre, razón
por la cual ha sido distinguido, hace unos días, por nuestro colegio.
Es cierto que no tiene calificaciones tan altas, pero claramente su
gracia es otra.
Es el alumno que siempre está, digamos.
Y aparentemente eso es bueno.
II.
Además de estar siempre, este alumno tiene otros comportamientos a
destacar:
Llega a la sala apenas tocan el timbre.
Se acerca a saludar cuando uno entra a la sala.
Saca su cuaderno sin que tenga que recordárselo.
Parecen cosas sencillas, pero de todas formas se agradecen.
Cuando se le entregó su distinción se intentó hacer hincapié también en
estas conductas.
III.
No me gusta que me premien por
venir, me dijo hoy día, luego de saludar.
Es como premiarme por hacer
siempre lo mismo. Por no cambiar.
Es como entregarle un premio a un
muerto, me dijo.
IV.
Intenté explicarle que no lo veíamos así.
Que agradecíamos su conducta.
Y que además no estaba muerto.
Entonces es como entregarle un
premio a un zombie, me dijo, aceptando el punto.
No creo que sea así, señalé,
sin tomármelo muy en serio.
Sí es así, insistió él.
V.
Estar siempre es lo mismo que no
estar, intentó explicar.
Lo he pensado mucho y además lo
decía Wingarden en el texto que nos dio a leer el otro día.
Una presencia absoluta no debiese
tener valor, creo que decía.
Yo asentí.
Entonces se sentó y sacó el cuaderno.
Disculpe la interrupción,
agregó, listo para trabajar.
No lo atraso más.
Cuando pasé la lista, poco después, me preocupé de dejarlo ausente.
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