No me dan confianza los sombreros.
O más bien, las personas que utilizan sombrero.
De cierta forma sospecho que se pasean pensando que
llevan corona.
O creen, tal vez, que lo valioso se encuentra en la
cabeza.
Es extraño, pero la situación me molesta más de lo debido.
Cuando estoy borracho, por ejemplo, me gusta ir por
las calles arrancando sombreros.
Así, intentando no golpear ni causar daño, siento
que estoy liberando, de cierta forma, a quien va sometido bajo ellos.
Ataco por sorpresa, corro con ellos bajo el brazo y
me deshago de ellos, tras romperlos.
Una vez, tras uno de estos arrebatos, alguien me
siguió por varias cuadras intentando recuperar su prenda.
No me alcanzó, pero durante la huida, alguien me
sacó una foto y pusieron una especie de aviso.
No se veía mi rostro, pero aparecía de lejos,
corriendo, y se decía que tuviesen cuidado, que era un ladrón, por sorpresa.
Hubo un par de esos anuncios pegados por varias
semanas en unos postes y en una muralla del barrio Lastarria.
En uno de ellos, sentí la necesidad de escribir una
especie de manifiesto, en el que intentaba explicar, además, que no se trataba
de un robo cualquiera, sino que era un ataque dirigido exclusivamente a los
sombreros, y a lo que ellos -al menos para mí-, representaban.
No sé si alguien habrá leído aquello, pero estuvo
ahí, pegado, hasta que la lluvia lo terminó de arrancar, con el tiempo.
Después de eso, debo haber realizado unos cuantos
ataques más, hasta que un día me sorprendí mirando con odio no solo los
sombreros, sino la cabeza de algunos transeúntes.
Preocupado, dejé de tomar por un tiempo hasta que
me abandonara esa sensación.
Supongo que funcionó bien, pues no recuerdo haber
vuelto a esas andanzas, desde entonces.
Perdí así mi pasión, como el resto.
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