Todos sabían que el abuelo andaba en algo.
Nunca nadie le preguntó.
A nosotros, por ejemplo, nos tenían prohibido
hacerle preguntas de cualquier tipo.
Por lo mismo, inventábamos historias sobre él, que
nos permitieran al menos completar su historia.
Fue por eso que, de pequeños, nos turnábamos para esas
invenciones.
Por ejemplo, recuerdo que a mí me tocó inventar una
historia sobre una cicatriz que él tenía en una de sus manos.
A L., en cambio, le tocó inventar una sobre un
revólver que guardaba entre sus cosas.
Para saber quién debía contar la próxima la
sorteábamos con una semana de anticipación, supuestamente para investigar con
nuestros padres.
Yo una vez, para armar una historia, intenté
preguntarles y me regañaron de inmediato.
No tienes por
qué meterte en la vida del abuelo, me dijeron.
Deja que
descanse, me dijeron.
Yo asentí.
No guardé rencores, pero quería descubrir, al
menos, si alguien sabía algo.
Alguien que no fuera el abuelo, por supuesto.
Fue entonces que, un día jueves según recuerdo, nos
enteramos que el abuelo había muerto.
Ni siquiera entonces, sin embargo, se descubrieron
cosas nuevas.
El funeral fue muy concurrido, pero casi nadie
hablaba.
O no hablaba sobre el muerto, al menos.
Y es que había mucha gente que no era familiar ni
conocido, acompañando el entierro.
Al parecer eso, pienso ahora, habrá influido en el
ambiente.
Yo preparé una historia sobre aquello, por si
seguíamos la tradición.
Pero nadie nunca volvió a inventarse historias y
hasta dejamos de juntarnos.
Eso es lo que ocurrió.
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