I.
A mí me gustaba escucharlo hablar.
Podía estar horas en silencio, atento a sus
palabras.
No sé explicar por qué.
Tal vez porque daba la impresión de qué creía en
cosas.
II.
Una vez se lo pregunté directamente.
Si creía en lo que él mismo decía.
Tal vez lo dije mal, porque se enojó.
Y logró aguantar toda una hora sin decir palabra
alguna.
III.
Además de historias y sucesos concretos, él nos
narraba sus propias creencias.
Por ejemplo, nos contaba cómo creía él que habían
creado el mundo.
No eran narraciones religiosas, por supuesto,
aunque dejaba espacio para un personaje extra.
Una vez, según recuerdo, nos relató por qué creía él que había existido
Dostoievski y Van Gogh.
IV.
Existían varias reglas para asistir a sus relatos.
Por ejemplo, no podías interrumpirlo ni cuestionar
de forma alguna la veracidad de sus relatos.
Y claro, debía responder sin titubear si él te
preguntaba algo.
En mi caso, recuerdo haberme percatado en el
instante mismo que pronunció la pregunta.
V.
Lo que me preguntó era bastante sencillo.
Me preguntó si tenía relatos asignados para mis
creencias.
Tras pensarlo le dije que no, que no tenía relatos.
Con el tiempo me di cuenta, sin embargo, que lo que
me faltaba eran creencias.
VI.
Dejó de hablar tras una semana en que nadie fue a
verlo.
Incluso lloré un poco cuando comprendí que no
podríamos escucharlo más.
Daba la impresión
que creía en cosas, dije yo, justificando mis lágrimas.
A mí me
gustaba escucharlo hablar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario