Apenas me descuido nos invaden las hormigas.
Al principio era exclusivamente por comida.
Largas filas hacia algún plato sucio o hacia restos
que hubiesen quedado sobre la mesa.
También se dirigían al azucarero y más filas hacia
el tarro de basura.
Entonces hicimos inmediato el lavado de la loza y
nos preocupamos de no dejar restos de comida en ningún sitio.
Sacábamos dos veces al día la basura y comenzamos a
guardar absolutamente todo en el refrigerador.
Creímos que eso sería suficiente, pero lo cierto es
que nos equivocamos.
Y es que hoy, a pesar que no nos invaden por comida,
las hormigas han cambiado sus gustos y transitan por la casa de igual forma.
Sus objetivos, por cierto, resultan del todo inverosímiles.
Por ejemplo, es posible observar largas excursiones
hacia algún objeto con el cual no puedo reconocer algún vínculo lógico: un
reloj de pared, una lámpara de mesa, una pequeña figura de madera y otras cosas
de ese estilo.
De hecho, en los últimos días, ya las hemos encontrado
en el segundo piso, introduciéndose en la biblioteca.
Subían y bajaban por las repisas y de pronto
parecían interesarse por algún libro y atacarlo
directamente.
Así, pude percatarme de su predilección por Endo,
Mo Yan y Kazantzakis.
Al menos tienen buen criterio, me dije.
No hice nada por alejarlas esta vez y descubrí así
que tenían lectura veloz, pues al par de horas se habían cambiado a Tolstoi, Cheever
y Alice Munro.
Más tarde sería una novela antigua de la Lessing, Todos
los hermosos caballos, de McCarthy y uno de poemas, de Cohen.
Y claro, creí entender lo que buscaban.
Por lo mismo, me llamó la atención que algunos
fueran hacia El vino del estío, de
Bradbury.
Esperé así a que terminaran y fui hasta él.
Lo había comenzado alguna vez y no lo había
terminado.
No me explico todavía por qué no lo había
terminado.
Al llegar al final, esta vez, descubrí que una
hormiga había decidido quedarse ahí, en el libro.
De alguna forma, a mí también, me hubiese gustado
quedarme.
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