I.
El plan consistía en estornudar, simplemente, en un lugar lleno de
piedras.
Entonces, como esperaba, una de ellas dijo ¡salud!
No a un gran volumen, por supuesto, pero siempre hay una que no se
contiene.
Y claro, queda ahí esa que habló, en medio de las otras, en silencio, y
hasta cabizbaja.
Así, finalmente, uno puede acercarse y rescatarla, de entre las otras, para
inventar represalias, y comenzar una nueva etapa de investigación.
II.
Treinta piedras reuní y comencé a buscar rasgos comunes.
Bordes filosos o curvos…
Tonos y dimensiones…
Y hasta maleabilidad…
Ninguna observación permitió realizar conclusiones tajantes.
Con todo, pasé años mirando esas piedras y pensando qué hacer con
ellas.
Prácticamente no dijeron nada desde entonces.
Una pequeñita, apenas, que parecía suspirar ante cuadros de Chagall.
Y otra más grande que se cambiaba de lugar, cuando escuchábamos a
Janacek.
III.
Pasó el tiempo y me encariñé con esas piedras.
No puedo confirmar que fue mutuo, pero al menos yo lo sentí así.
Tenía las treinta sobre el suelo, a un costado de mi cama.
Eso hasta que un día oía pequeñas voces, al despertar.
Estamos listas, dijeron entonces,
sin que lo esperase.
Y claro, yo partí empuñando las más filosas, pues las creí con ganas,
de cambiar el mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario