De vez en cuando hablo con Pitágoras.
Se aparece en un sector de la casa y comienza a
hablar en voz alta.
Entonces le llevo galletas y leche y él se las come
con fruición.
Y claro, como alguna vez estudié griego intento
entender lo que dice, pero al parecer habla en un dialecto que no alcanzo a
comprender.
Ante todo, intento llevarlo a hablar de números y a
qué me explique cómo podrían existir previamente a las cosas.
Lamentablemente, solo escucho sonidos extraños y
gestos para que le traiga más galletas.
Entonces vuelve a comerlas sin dejar rastro alguno.
Eso pasa siempre con Pitágoras.
Las últimas veces, sin embargo, he intentado
establecer una comunicación a través de signos, que voy dibujando en una
bandeja con arena.
Cuando lo hago, Pitágoras me mira y a veces parece
jugar con la arena, unos minutos.
Lamentablemente, tras devolverme la bandeja, la
arena suele estar revuelta, pero no se aprecia en ella signo alguno.
Tal vez me
esté hablando del cero, pienso entonces.
Así, vuelvo a una cuestión esencial que radica en
definir –o no-, al cero como un número.
En este sentido, espero algún día comprender a
Pitágoras e incorporar a mi postura, algunas observaciones de uno de los
grandes.
Mientras, me preocupo de tener siempre raciones de
galletas y leche entera.
Mi hijo, en tanto, me molesta diciendo que es un
mendigo que entra a casa y que, según él, tiene problemas mentales.
¡Qué sabe él, sin embargo, de los presocráticos…!
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