Juan pasa tres días en un pozo.
Voluntariamente entra al pozo.
Hace lo mismo cada seis meses, como una especie de
ritual.
Tiene una esposa y una hija pequeña.
Marcela y Angélica, se llaman.
No piensa en ellas cuando baja.
Piensa más bien en el pozo, en el estar ahí.
Y piensa también en los tres días.
Lleva con él un par de botellas con agua y unas
pocas galletas de avena.
También lleva una manta.
Como el pozo es profundo y el brocal es pequeño
tiene pocos minutos de sol, cada día.
Por esto, la oscuridad lo aturde y suele salir del
pozo bastante mareado, y con los músculos rígidos.
Por lo general, al salir, abre los ojos de a poco,
e intenta convencerse que llegó a un mundo distinto.
Levemente distinto, claro.
Así, si bien todo parece estar como antes, Juan parece
creer que se trata de una versión distinta del mundo, y que intercambió roles
con el Juan de ese lugar que ahora debe estar apareciendo en su antiguo mundo,
quién sabe si pensando lo mismo.
Eso es lo que ocurre siempre, digamos.
Aproximadamente cada seis meses.
En esta oportunidad, sin embargo, Juan confundió los días.
Salió entonces sorpresivamente en la noche del segundo.
Se sentía confundido, así que fue directamente hacia la casa.
Su hija dormía en su pieza, como siempre, y su esposa estaba teniendo
sexo con un compañero de trabajo.
Entonces Juan, simplemente, volvió a bajar al pozo.
Una vez ahí, intentó ordenar sus ideas, y salió al día siguiente, como de costumbre.
Su esposa estaba cariñosa.
Su hija jugaba con el perro.
Su hija jugaba con el perro.
Nada especial había ocurrido.
Era una buena experiencia, después de todo.
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