Somos como
los tres mosqueteros, me dijo la morena. O sea, somos tres hermanas, pero en realidad somos cuatro. Yo
estaba borracho y apenas recuerdo que estábamos conversando en la terraza de un
edificio, en Concepción. También había ido un amigo que había intentado hacer
un experimento pisando los carbones del asado pues decía que así podía adquirir
dotes proféticos o algo por el estilo. Al final al hueón tuvieron que llevarlo
a urgencias y yo ni pude acompañarlo de lo borracho que estaba. Fue así que me
quedé con las hermanas en la terraza y ellas empezaron a hablar y salió la
frase esa de los mosqueteros que fue lo que empezó todo. ¿Estás de acuerdo en que somos cuatro?, preguntó entonces la
pelirroja. Yo las miré y conté: la morena, la pelirroja y la de pelo castaño. Son tres, les dije, luego de asegurarme
y contar dos veces. Somos cuatro,
dijo entonces la de pelo castaño mientras se subía a los bordes de la terraza,
que estaba en un octavo piso. No alcancé a decir nada cuando de pronto la chica
saltó, hacia la calle. Intenté entonces ponerme de pie, de golpe, pero no podía
hacerlo. La morena y la pelirroja se rieron ante mi sobresalto. Cuando las miré
vi a las tres dobladas en el suelo riendo. La pelirroja entonces consiguió
hablar: Ya ves que somos cuatro, me
dijo. Siempre hay una que se lanza y
quedamos tres. Yo no contesté porque había comenzado a dudar sobre lo que había
visto. La morena me dijo entonces algo todavía más extraño. Si quieres puedes saltar también. Siempre
quedará uno de ti acá arriba. Recuerdo claras sus palabras pues se las hice
repetir un par de veces. La de pelo castaño se reía todavía a un costado. Yo
apenas podía moverme. No recuerdo mucho más de aquello salvo que me despertaron
al otro día, tendido en la terraza. Ya en casa me di una ducha helada y fui a
ver a mi amigo, al hospital. Tendría para un mes sin caminar. Al menos vi lo que quería ver, me dijo,
desde una cama metálica. Junto a la cama estaba su hermano menor, jugando con una espada.
Aparentemente no había nadie más.
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