Conozco a un estudiante chino que hace círculos
perfectos.
A mano alzada, sin levantar el lápiz.
Círculos perfectos.
Está haciendo su tesis sobre Mo Yan y yo le ayudo
con la redacción en español.
Nada muy interesante en todo caso.
Él me cuenta que durante todo un semestre fue
estudiado en una Universidad de Canadá.
Le hicieron pruebas y midieron sus círculos sin
detectar la menor falla.
Lamentablemente, luego del semestre, se dieron
cuenta que el saber hacer círculos perfectos no suponía beneficio alguno.
Y claro, tampoco era lo suficientemente llamativo
como para aparecer constantemente en TV o en algún formato similar.
De hecho, la única vez que lo invitaron a un
programa de TV, el rating bajó tanto que le pidieron que abandonara el set
antes de lo previsto.
Él lo cuenta sin resentimiento, pero de todas
formas sabe que su talento es, a fin de cuentas, un simple desperdicio.
Quizá por eso tiene un carácter que denota cierta
tristeza.
Y es que en vez de ser una historia simpática, el
asunto ese de sus círculos transmite finalmente un extraño aire de tragedia.
Así, poco importa que hablemos de Mo Yan o que
busquemos símbolos en la tradición china.
La verdadera tragedia es irreversible, y él lo
sabe.
Por lo mismo, a veces busco gente para contarles
del don de este estudiante e intentar cambiar su suerte.
Cuando eso ocurre, simplemente me paro frente a
ellos y les digo:
Conozco a un estudiante chino que hace círculos
perfectos.
A mano alzada, sin levantar el lápiz.
Y sigo.
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