Habíamos ido hasta la casa de campo.
La abuela de F. nos guió en el recorrido.
El lugar estaba lleno de fotos viejas y de máquinas
en desuso.
Todo parecía tener una historia.
Al final de la casa había una pared muy alta, en la
cual estaban colgadas unas cadenas talladas en madera.
Entonces le preguntamos a la abuela para qué
servían.
-Miras –nos dijo-, yo tenía un abuelo que se
llamaba Pete, se supone que lo conocí, pero no tengo recuerdos de él y además
no hablaba bien el español. Ese abuelo se casó dos veces y tuvo 22 hijos. Uno de
ellos nació con labio leporino. Otro de ellos fue mi papá, quien tuvo un perro
que se llamaba Gastón. Finalmente, cuando mi papá se casó, le regaló el perro a
un vecino que coleccionaba bicicletas y era dueño de un pequeño bosque de
eucaliptus.
-Ya… -dije yo, intentando no ser molesto-, pero
parece que no me respondió la pregunta.
-¿Qué pregunta? –me dijo.
-¿Por qué están ahí esas cadenas?
-Ah… -dijo ella-. Las cadenas…
-Sí. Las cadenas, ¿por qué están ahí? –pregunté.
-Porque sí –dijo ella, tras unos segundos-. Las
cadenas están colgadas ahí porque sí.
Entonces me quedé en silencio un momento, eligiendo
cómo insistir en la pregunta.
-No hay que temerles a los porque sí –dijo la
abuela, adivinando mi pensamiento-. Por lo general es una respuesta honesta, al
menos. Honesta y muy sencilla.
Yo escuchaba y asentía.
-Porque sí. Porque yo. Porque estoy vivo. –decía ahora
la abuela-. Esas son siempre las mejores respuestas.
Yo tomé nota, pues sentí aquello importante.
Lo hice en una agenda chica, que ando trayendo siempre en la billetera.
-Porque sí. Porque no, Porque estoy vivo. –dije, mientras anotaba.
Luego salí a caminar por el lugar.
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