Me cuentan que de chico seguí a un camión de la
basura.
Al parecer, fue la primera vez que me extravié y
escapé a los cuidados –generalmente excesivos-, de mi madre.
Yo no recuerdo bien el hecho, pero me cuentan que
me vinieron a encontrar varias calles más lejos, todavía detrás del camión, luego
de salir a buscarme con algunos familiares y vecinos.
Según ellos, yo había dado unas razones extrañas, entre
ellas, que me quería enterar de por qué no se llenaba ese camión y qué hacían
con la basura.
Debe haber sido entonces que intentaron explicarme
que la basura se comprimía y se apretaba hasta ocupar un espacio muy pequeño,
dentro del camión, razón por la cual podía pasar por muchísimas calles antes de
llenarse.
Según me cuentan, yo exigía saber exactamente hasta
qué tamaño se podía achicar la basura, y luego hacía cálculos sobre cuánta
basura cabía realmente, de esa forma.
Más allá de eso, sin embargo, relaciono ese
descubrimiento con algo que sentí por mucho tiempo al mirar las cosas, desde
pequeño:
Todo puede ser reducido a algo mínimo, sin importar
su aparente tamaño ni mucho menos la importancia o valor que tenga para
nosotros.
Todo lo que
tengo, si lo comprimo, podría llevármelo en una bolsa, recuerdo haber
pensado años después –aún pequeño en todo caso-, y hasta haberlo intentado, en
cierto instante.
El cerebro y el corazón, por cierto, también
funcionan de esa forma.
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