Esto ocurría en la U.
En el departamento de literatura.
Por ese entonces había unos casilleros de madera
donde dejaban correspondencia a los profes.
Casilleros sin protección, por cierto.
Y como a veces los sobres parecían contener libros
y otras veces invitaciones y cosas de ese estilo, ocurría que dábamos una
vuelta y escogíamos algunos paquetes, y los llevábamos sin que nadie nos
preguntara por aquello.
Alguna vez hasta recogimos alguna botella de vino.
Ahora lo recuerdo como algo inofensivo.
Devolver libros al remitente, por ejemplo, tras
considerarlos una mierda.
Responder solicitudes de artículos, o asistir a pretenciosos
lanzamientos donde de vez en cuando causábamos algún escándalo…
Cosas de ese estilo, simplemente.
Supongo que hasta de cierta forma nos sentíamos
héroes.
Y es que escogíamos bien los blancos.
O eso intentábamos, al menos.
Me refiero a que nos guiaba una extraña concepción
de la justicia, supongo, culpándolos por haber destruido los sueños que nos
llevaron hasta allá.
También recogimos otras cosas, por cierto: reclamos
de pensiones alimenticias, rabiosas cartas por el desprecio tras alguna
aventura, fotos comprometedoras de otros… cosas de ese estilo.
Al final, de hecho, lo hacíamos solo por inercia.
Y es que en resumen, aquello nunca se convirtió en
algo trascendente.
El mundo no cambió.
Ellos no cambiaron.
Nosotros no cambiamos.
Ocurrió simplemente que una vez frente a las
casillas, ya no quisimos sacar más.
Eso fue todo.
Así, sin nosotros, las casillas se llenaron a los pocos días.
Después, si soy sincero, ni siquiera recuerdo qué
pasó.
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