Tengo un reloj a cuerda.
Al que le doy cuerda.
Dos de cada tres días, en promedio, lo hago.
Pero como requiere cuerda a diario, el reloj suele
mostrarme, otra hora.
Algunos creen que actúo así por simple olvido.
Pero en realidad no le doy cuerda si no tengo
ganas.
Por esto, soy responsable, en plenitud, de la hora
que marca.
Hoy por ejemplo, no le he dado cuerda.
De hecho, mientras escribo, observo el reloj, que
ya ha comenzado a detenerse.
Pensaba en acercarme igualmente y hacerlo andar,
pero lo de las ganas puede también ser una consigna.
No forzar la voluntad, digamos, o algo en esa
línea.
Lo extraño, es que a pesar de saber que marca horas
distintas, suelo guiar mis acciones por lo que marca ese reloj.
Tiempo de comidas, por ejemplo, o cualquier otra cuestión
de costumbres, salvo las imponderables del trabajo para las que suena una
alarma digital.
Quienes vienen a casa siempre se ofrecen para poner
el tiempo correcto en el reloj a cuerda, pero yo no los dejo ni acercarse.
Además, de cierta forma, es el único reloj que
marca el tiempo correcto.
Mi tiempo correcto.
Antes que muera, estoy seguro, ese reloj se habrá
detenido por completo.
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