Fui una vez a una playa nudista y me pareció un
lugar triste.
Los accesorios por doquier y la gente desnuda.
Aparentemente desnuda, claro, entre tanto accesorio.
De hecho cuando pienso en la palabra tristeza es
esa la imagen que recuerdo.
La gente en esa playa nudista.
Tal vez ayudó que el día estuviera nublado.
O que uno estaba con la resaca de la noche anterior.
Pero lo cierto es que la sensación era esa.
La playa, a todo esto, se llamaba Libertad.
Tenía el nombre pintado en un cartel de fondo
celeste.
El cartel también era triste.
Y hasta la libertad, de esa forma, me pareció
triste.
No fue solo sentirse incómodo.
No fue fruto de un pudor o un desagrado físico o
moral.
Era una tristeza sin duda más profunda.
Tristeza de saber que la
libertad terminaba en eso, tal vez.
La gente ahí, en esa playa nudista, me refiero.
Un hombre desnudo con reloj.
Una mujer desnuda yendo con dinero a comprar unas
bebidas.
Una señora desnuda leyendo a Coelho.
Y el mar, por supuesto, golpeando contra la arena, sin
demasiada fuerza.
¿Y es que saben...?
La vida podía irse entera de aquella forma.
Me refiero a que todo era apenas una forma más en que la vida
se gastaba.
Recuerdo que me quedé hasta que se fueron todos del
lugar.
Habían quedado pequeños montones de basura, sobre
la arena.
Como la resaca no se me había pasado me metí los
dedos hasta la garganta y vomité junto a una roca.
Luego me vestí y me fui de lugar.
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