Una vez vi un platillo volador.
Lo vi de cerca, con todos sus detalles.
Se lo conté a unos amigos que en ese entonces eran cercanos.
Ellos me escucharon y al parecer me creyeron.
Mientras hablábamos, les di descripciones precisas
de aquello que vi.
Aunque al hacerlo, me di cuenta que no había nada
más, además de las descripciones.
Me refiero a que contar sobre aquello era casi como
relatar un sueño.
Una experiencia separada de nuestra realidad y que,
tras vivirla, no terminaba aportando nada claro.
En lo personal, por lo mismo, no me sirvió de mucho.
Y es que el día siguiente, por ejemplo, había que
vivirlo igual que si no hubiese visto nada.
El día siguiente y los que le siguieron, por
supuesto.
Así, la situación fue quedando como una anécdota,
más bien.
Una que incluso dejé de contar pues comenzó a
parecerme ridícula.
Luces, signos, ruidos asociados… sumando y restando
no parecían trascendentes.
Yo mismo, de hecho, con el tiempo, comencé a poner
en duda la experiencia.
Tal vez me engañé un poco, llegué a decirme.
Supongo que así pasa con muchas cosas, en todo caso.
Con el primer amor, las creencias religiosas y los
ideales que tuvimos en algún momento, por ejemplo.
El platillo volador, después de todo, solo vino una
vez, y no supe extraer significados claros.
Luego te haces viejo y no vuelves a verlo.
Ni él ni yo, en definitiva, formamos parte del
mundo.
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