Acordamos que me haría cargo de una publicación quincenal,
muy sencilla. En ella relataría algunas de las peleas que se realizaban en el
club, haría unas cuántas entrevistas e inventaría algunas historias para
promover la siguiente jornada.
Era el club de boxeo más importante de Santiago
-puede que el único, en realidad-, me habían ofrecido una buena cantidad de
dinero y me había parecido algo entretenido, en ese entonces.
¿Qué hacía? Cosas básicas: exagerar lo que ocurría
en los combates, inventar líos de faldas entre los futuros peleadores, inducir
de vez en cuando sobre algún favorito (al parecer había apuestas no oficiales en
cada pelea), y hasta diagramar la publicación, que apenas llegaba a la docena
de hojas.
Las peleas que no veía me las contaban para poder
igualmente hablar de ellas. Me pasaban algunas fotos, para complementar y de
vez en cuando me daban un teléfono para realizar un par de entrevistas.
Además de aquello y de la publicidad que debíamos
introducir, desde el segundo número incluimos una sección en la que aparecían fotos
de “la chica del ring”, un par de imágenes de una de las modelos que
contrataban para pasar con los números de cada round, durante las peleas. Pedí
entrevistarlas, por cierto, pero al final solo me entregaron algunos datos y
seguí trabajando así, desconectado de ese mundo.
Cuando ya se cumplía el tercer mes sin recibir paga,
decidí retirar yo mismo las impresiones de la quincena y guardar las revistas hasta
que me pagaran lo adeudado.
Por unos días dudé si había hecho lo correcto, pues
comencé a temer que enviaran algunos matones y quisieran conseguirlas a la
fuerza, como en alguna novela Pulp. Finalmente no fue así, por suerte. Solo
aparecieron dos viejos en un furgón y llamaron a mi puerta para entregarme un
cheque y entregarme dos sacos de boxeo, como garantía.
Los sacos eran viejos y parecían haber sido dados
de baja, pero los acepté de igual forma. Dejaron colgado uno, en un marco
metálico que tenía en el patio, y el otro quedó en el suelo, simplemente, como
un cadáver. Por último, se llevaron las revistas y no volví a saber de ellos.
Cuando fui a cobrar el cheque, al día siguiente, no solo rebotó, sino que
había sido declarado como robado, lo que me ocasionó varios problemas.
Luego de unas horas en la comisaría regresé a mi
casa y me puse a golpear el saco. Sin rabia en todo caso. Fuerte, pero sin
rabia. Sistemáticamente y sin pensar en nada, hasta que me dañé los puños.
Casi sin estar ahí.
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