Le gustaba leer a Hawthorne. Coleccionaba ediciones
antiguas, sobre todo aquellas ilustradas. A mí, por ejemplo, intentó
convencerme varias veces que le vendiera una edición con grabados, de 1920, de La
casa de los siete tejados.
Cuando se cansó de intentarlo dejé de verlo por
completo, aunque con los años supe que se casó con una mujer que conoció
durante un viaje, que tuvieron dos hijos y que de un día para otro desapareció,
tras decir que iba a una casa de descanso que tenían en la playa y que volvía
al día siguiente.
Eso último lo supe solo hace unos meses, cuando comenzaron a decretarse cuarentenas a causa de la pandemia y me llamó un amigo que teníamos
en común informándome del hecho. Según me contó, en ese entonces, ya llevaba tres
semanas sin dar señales de vida.
No sé bien por qué, pero no me sorprendió el hecho.
Tal vez porque yo también había leído a Hawthorne. Por lo mismo, me mostré tan
convencido que el desaparecido iba a volver en algún momento, que mi convicción
llegó a oídos de la esposa del ausente, quien me llamó esa misma noche.
Me habló de su familia, de la excelente posición
económica que tenían, de los pocos problemas que daban sus hijos y hasta de la
colección de los libros de Hawthorne, que había quedado en una biblioteca exclusivamente
destinada a ellos, en la que no faltaba ningún ejemplar.
Mientras hablábamos, la mujer no lloró ni se mostró
afligida, aunque sin duda buscaba entender lo que ocurría y adecuarse a la
situación. Luego de eso, sin razón aparente, hemos vuelto a hablar otras veces,
en las que he estado a punto de decirle que lea Wakefield, pero no sé si eso,
finalmente, la haría sentirse mejor.
En vez de eso, me ha mandado unas fotos algo
sugerentes y hasta me ha invitado para que vea los libros que dejó su esposo,
dando a entender que si no tiene noticias pronto (y cesan las cuarentenas, por
supuesto), podríamos salir juntos a algún lado, e incluso regalarme algún
volumen de la colección.
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