Vivió tres años en un cementerio de automóviles.
No lo planeó, pero un día llegó ahí y luego no se
movió.
Habíamos coincidido en unos cursos de un diplomado
de estudios clásicos.
Ninguno de los dos asistía mucho, pero nos saludamos
unas cuantas veces.
Pasaron diez años y entonces fue que nos topamos,
en aquel cementerio.
Él ya vivía hace un año ahí, con el maletero de un
Chevy Nova lleno de libros.
Ese mismo auto lo tenía adaptado para dormir y alojaba
invitados en un Oldsmobile y en un Impala.
Yo me quedé en el Impala tres días.
Una chica que me gustaba, y que estaba algo loca,
se quedó en el Oldsmobile.
Él pedía que no lo molestaran, pues escribía una novela,
por aquel entonces.
La escribía a mano, en cuadernos, y la transcribía
en computador cuando iba de visita donde sus padres.
La novela trataba de un tipo que se había salido de
la pista, en su vehículo, y había caído por un barranco.
Como el auto no se veía desde la autopista y el hombre
había quedado con lesiones, ocurría que se quedaba en el mismo auto, tratando
de sobrevivir.
La novela no era mala, pero me recordaba a una de
Ballard, que él, en todo caso, no había leído.
No le comenté nada de la novela y él tampoco quería
opiniones así que lo dejamos así.
Además, ocurrió que nos peleamos por la chica del
Oldsmobile y eso nos distanció bastante.
Finalmente, según me contaron, él aguantó dos años más
en el cementerio de autos.
Luego se casó y consiguió trabajo como corrector de
estilo, en una editorial importante.
Recuerdo haberlo oído comentar que aquel cementerio
en que vivía era el único con los cadáveres a la vista.
Ya no existe, por cierto, aquel cementerio, y en su lugar construyeron la bodega de una cadena de supermercados.
La chica del Oldsmobile, en tanto, simplemente
desapareció… aunque alguien me contó hace unos días, que se mete a este blog, de vez en
cuando.
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