Una rata no puede, para seguir viviendo, empeñar su
cola.
O no debe, digamos más bien.
Pero ya saben ustedes como son las ratas.
No hacen caso a razones y sus ojos rojos no enfocan
argumentos.
Una por ejemplo llegó el otro día con un cuchillo
en la mano.
Se paró en dos patas, frente a mí escritorio, y subió
su cola a la superficie.
Entonces atrapó su cola con una pata -porque la
cola intentaba escabullirse-, y acercó el cuchillo hasta la base, donde se
disponía a cortar.
Alcancé a reaccionar, afortunadamente, y la detuve
en el momento.
Y entonces fue que intenté explicarle que no podía
-o no debía, más bien-, empeñar su cola.
Chilló la rata, sin embargo, en vez de escucharme y
se subió en el escritorio, sin preocuparse de los documentos que yo ordenaba, sobre
él.
Pensé que tal vez se pensaba lagartija, o que
simplemente montaba un show, para salirse con la suya.
No logrará nada de esa forma, le dije, mientras
lanzaba el cuchillo lejos, pues al parecer era eso lo que buscaba.
Sus ojos brillaron y saltó por él, igual que un
perro por un hueso.
En ese momento apreté el interfono y llamé a los
guardias
Llegaron dos.
No eran ágiles ni muy fuertes ni valientes, pero al
menos sabían seguir órdenes.
Redujeron a la rata y recogieron la cola -no
alcanzaron a evitar que la cortara, sin embargo-, y la arrojaron en una calle
pequeña, que está atrás del edificio.
Luego llamé a alguien para que limpiara la alfombra.
No lo hizo tan mal.
Antes de irme, ese día, miré a la rata desde una ventana y vi que
estaba comiendo su cola.
No parecía ella misma.
Morirá de todas formas, pensé, pero ahora su muerte será indigna.
Pensé en contarle a mi chofer, camino a casa, lo que había ocurrido ese
día.
Pero luego pensé que no entendería.
Llegué así, sin mayor novedad, al calor de mi hogar.
Casi todo estaba en orden.
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