Un paracaidista cayó sobre la casa de un tío, en un
sector aislado, en las afueras de Puerto Montt.
Mi tío y su familia ya habían cenado cuando
sintieron el golpe y la tela del paracaídas cubrió un par de ventanas.
Mi tío cuenta que su esposa –que no es mi tía-,
creyó que se trataba de un castigo de Dios.
Mi tío en cambio, si bien es creyente, ya había
aprendido que Dios no castiga y buscó de inmediato una explicación lógica.
Salió a ver y observó entonces a un hombre
intentando soltarse de unas cuerdas, que al parecer se habían enredado.
Tras hacerlo, el hombre vio a mi tío y lo saludó
con alegría, mientras intentaba bajar del techo.
Lamentablemente, uno de sus pies seguía enredado y
el paracaidista cayó de una forma extraña, quebrándose el cuello y muriendo de
inmediato.
Creo que cayó a pocos centímetros de donde estaba mi
tío.
Se trataba de un joven, concluyó, no debía tener
más de 20 o 25 años.
No vestía de militar y el paracaídas era de
colores, pero sospecharon de igual forma
que podía ser de un regimiento cercano.
Extrañamente, en vez de llamar a la policía,
intentaron mover al paracaidista hasta un pequeño bosque, fuera de la
propiedad.
Una vez ahí, intentaron hacer que pareciera que el
hombre había caído entre los árboles.
Sin embargo, como pasaron los días y nadie venía al
sector, se asustaron y decidieron enterrar el cuerpo, que ya se descomponía.
Lo envolvieron en el paracaídas y lo enterraron en
el mismo bosque donde lo había enterrado.
Pasaron los años y nunca ocurrió nada, en relación al
paracaidista.
Ni siquiera una noticia.
-Ya ves que no era un castigo –le dijo mi tío a la
mujer, un día en que recordaron todo aquello.
Y ella asintió.
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