I.
Intenté tocar la trompeta.
Y la hice sonar como el culo.
Por meses intenté aprender.
Y no mejoré en lo más mínimo.
Boris Vian podía, pero yo no.
Ese era el resumen, y no otro.
II.
Logré, eso sí, patentar un par de inventos.
Fue en otra época, claro, y hoy apenas lo recuerdo.
Hice planos, construí, y recuerdo haber estado
orgulloso.
Le puse un nombre en francés a aquel invento y lo
dejé, en silencio.
En la tumba de Boris Vian.
III.
Entonces escribí canciones.
Poemas, novelas y hasta una ópera.
Nunca tuvieron calidad, pero yo insistía en hacer
un homenaje.
Me emborraché y brindé a su salud.
Y vomité sobre mí mismo, para bautizarme con un
nuevo nombre.
IV.
Fue entonces que conocía a muchos que intentaban lo
mismo.
Sin embargo.
Nunca nadie más que Boris Vian, fue Boris Vian.
Nos equivocamos al emborracharnos.
Nos equivocamos en la forma de buscar la belleza.
Y es que nunca nadie más que Boris Vian, fue Boris
Vian.
Utilicé su nombre y hoy me avergüenzo.
V.
Una vez me encontré con él.
Cara a cara me encontré con él, y no le reconocí en
lo más mínimo.
Pero alguien dijo un nombre y volteamos al mismo
tiempo.
El brillaba como si fuese de metal.
Como si fuese una trompeta a la que acaban de pulir
y sacarle brillo.
VI.
Las enseñanzas verdaderas suelen ser rotundas y
concretas.
Nunca nadie más que Boris Vian, fue Boris Vian.
Nunca nadie más que Boris Vian, fue Boris Vian.
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