I.
Leo en las memorias de un monje japonés del siglo
XIII, las observaciones que hace sobre un gato manchado que llega a uno de sus
templos. Dicho gato, según el monje, reveló que podía hablar tras unas semanas
de que lo alimentaran y lo acogieran en el tempo. Lamentablemente, luego de manifestar
esa capacidad, el gato habría estado con ellos solo unos cuántos días, en los
que a ningún monje le fue permitido dirigirle palabra alguna.
II.
Según lo escrito, el gato habría agradecido algunas
comidas, se habría quejado del clima y habría realizado unas cuantas preguntas
a los monjes. Sin embargo, aparentemente molesto por la falta de respuestas, se
habría retirado del templo, apenas las condiciones climáticas fueron favorables
y tuvo el estómago repleto.
III.
El monje explica la actitud que tuvieron con el
gato, aunque al mismo lamenta su partida. Así, como núcleo de su explicación,
señala que un precepto básico de toda sabiduría es que no hay que interrogar al
mundo. Por otro lado, sin embargo, lamenta que el gato no haya podido compartir
con ellos un conocimiento trascendente a través del lenguaje. Probablemente no
era necesario, concluye el monje en ese apartado. O no podía transmitirse, usando nuestro lenguaje.
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