I.
El perro de mi vecino se mordió la cola.
De tanto intentarlo y dar vueltas en su patio, hoy
día lo vi lograr su cometido.
Apretó sus mandíbulas y atrapó la cola, aunque la soltó
prontamente tras gruñir por el dolor.
Entonces, tras un momento de duda volvió a
perseguirla y dar vueltas hasta atraparla.
Esta vez, sin embargo, el perro apretó y tironeó su
propia cola sin soltarla en ningún momento.
II.
Primero pensé en grabarlo, pero luego desistí y me
apiadé del perro.
Fui hasta la casa de mi vecino y traté de llamar al
animal, pero no me hacía caso.
De hecho, tras varios minutos, no soltaba su cola y
le corría por el hocico un hilo de sangre.
Fue entonces que llamé a mi vecino para que viese a
su perro.
Dieciséis veces toqué el timbre.
Luego salió.
III.
Mi vecino observó a su perro y luego me observó a
mí.
La situación se me hizo tan incómoda que sentí que
era yo el que me mordía la cola.
Le expliqué lo de su perro, pero no pareció
preocuparse.
-Atrapó su cola –dijo simplemente-. Ahora ya no es
su cola.
-¿A qué se refiere? –pregunté yo.
Pero el vecino no respondió.
Mientras se entraba yo decidí finalmente volver a
mi casa.
Mientras caminaba, descubrí que un pequeño hilo de
sangre caía también, desde mi boca.
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