A los pies del cerro donde está el zoológico
vendían máscaras.
De superhéroes, animales, robots y otras series de motivos.
De vez en cuando, de pequeño, tras reunir algún
dinero, fui hasta el lugar exclusivamente para comprar una de ellas.
Ninguna ajustaba muy bien, según recuerdo, y los
elásticos se rompían fácilmente, pero creo recordar que me atraían los diseños,
principalmente.
Ni siquiera las compraba para ponérmelas, si soy
sincero, simplemente las adquiría para observarlas.
De vez en cuando, sin embargo, ya en casa, me
miraba al espejo con alguna de ellas.
Recuerdo que simplemente miraba mis ojos, atrás de
las máscaras.
No quedaban necesariamente en los orificios, por lo
que se hacía difícil ver, estando tras ellas.
Nunca me disfracé, digamos, con ellas, siempre fui
yo tratando de buscarme atrás de esas máscaras.
Era pequeño como para pensar en símbolos o grandes
análisis, pero eso es sin duda lo que hacía.
Por último –generalmente la misma noche que
compraba las máscaras-, sacaba unas tijeras que mi madre guardaba en un bolso y
cortaba las máscaras.
Un rostro plástico, digamos, justo partido por el
medio.
El ruido de esos cortes lo recuerdo hasta el día de
hoy.
No sé por qué siempre guardé siempre uno de los
lados, y terminé botando el otro.
Un significado, por supuesto, debe tener, aunque hasta el día de hoy se me escapa.
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