Primero el nueve.
Seis y tres, digamos.
Eso es bueno.
Y mientras ruedan los dados
haces cuentas.
Números, intentas,
nada más.
Y es que esta vez, te dices,
las palabras quedan fuera.
Once.
Seis y cinco, esta vez.
Y nuevamente el nueve.
Y hasta pareciera que lo logras.
Quedar en cifras, me refiero.
No en las cosas.
Ocho.
Cinco y tres.
Y Dios le dio a Adán el paraíso
y Adán cuantificó.
Hizo el inventario.
Dos.
Uno y uno.
No siquiera un inventario.
Dados.
Ocho.
Seis y dos.
Eso es lo que hacemos.
Lo llevamos al azar.
Nos engañamos.
Siete.
Cuatro y tres.
Otra vez siete.
Eso es bueno.
No lo piensas ahora,
pero te enseñaron que eso es bueno.
Líneas.
Ahora líneas.
Cuando los números parecen suficientes
trazas líneas.
Nueve.
Seis y tres.
En el mundo no hay líneas.
Ni siquiera números,
antes de los dados.
Siete.
Cuatro y tres.
Una línea perfecta.
Y puede que un pitido tal vez,
que acelere al resto.
Nuevamente un siete.
Cuatro y tres.
Extrañamente alguien llora
porque no sabe que eso es bueno.
Siete otra vez.
Seis y uno.
Y eso es bueno, te dices.
Y vuelves a lanzar.
Y vuelves a lanzar.
Y eso es malo.
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