Durante unas semanas la estuve viendo en cualquier
lugar al que decidía ir.
Cerca del trabajo, en una tienda de mascotas, en un
restaurant de comida rápida y hasta en una botillería que queda en la esquina
de mi casa.
Cuando finalmente la encontré sentada sobre mi
escritorio le pregunté directamente si es que había muerto.
-Casi –me dijo-. Pero me salvé.
Eso me tranquilizó un poco y no quise hablarle más.
A veces incluso fingía no verla.
Pasaba por su lado y trataba de no mostrar nerviosismo
alguno.
Con todo, se limitó entonces a parecer en la casa,
casi siempre en el pasillo donde está la biblioteca.
A veces la veía leyendo, pero en realidad casi
siempre se quedaba dormida, y parecía esperarme en ese lugar.
Una vez que quedó dormida en una pose incómoda me
acerqué y la acomodé con cuidado.
-Gracias –dijo entonces-, sin abrir los ojos.
Yo no contesté.
Esa misma noche se acercó hasta la cama y quiso
acostarse junto a mí.
Me tomó el sexo con una de sus manos, con naturalidad.
Yo la deje hacer pero no me acerqué a ella.
Luego de eso desapareció otras semanas.
Tal vez se ofendió o simplemente sintió que no era bueno
aparecerse de esa forma.
La volví a ver un día en que estaba cocinando.
Ella se sentó se cerca y me sentí tentado a
servirle un plato.
-Quería contarte que voy a tener un bebé –me dijo.
Yo no contesté.
-El padre es un buen tipo –agregó-. Somos buenos
compañeros, en todo caso.
Tampoco comenté nada.
Le serví un té de mango, simplemente, mientras ella
hablaba.
-Alguna vez
vamos a volver a acostarnos-, me dijo.
Yo permanecí en silencio.
Dejé que pasara el tiempo, de esa forma.
-¿No quieres que vuelva? –preguntó entonces.
-No –mentí.
Entonces ella se fue.
Sentí un poquito de alegría por ella y también una
pena profunda, mientras lavaba las tazas.
Esa noche soñé que le ponía una mano en su barriga
y sentía al bebé.
Te miraré por
sus ojos, le dije.
Si me dejas.
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