Trabajé una vez envolviendo regalos.
Era pésimo.
Rápido sí, pero pésimo.
Tras algunos reclamos fue un supervisor a observar
mi trabajo.
Intenté hacerlo mejor, pero no pude.
Por lo mismo, me prohibieron atender hasta aprender a hacerlo.
Entonces, me intentaron enseñar varias personas,
durante algunas horas.
Tomé apuntes.
Observé.
Practiqué, según recuerdo, toda esa tarde y esa
noche.
Al otro día llegué antes que todos al trabajo.
Poco después, el supervisor se ubicó junto a mí,
para observar el avance.
Ahora envolvía bien, sin duda.
Lento eso sí, pero de buena forma.
Lamentablemente, tras algunos reclamos por la
lentitud, volvió el supervisor, a mi lado.
Intenté hacerlo más rápido, pero no pude.
Por lo mismo, me prohibieron atender hasta ser más
rápido.
Y claro volvieron las personas que me habían ensenado
para compartir nuevas técnicas, y así aminorar el tiempo.
Los observé con atención.
Hice preguntas.
Incluso me conseguí un cronometro para practicar
toda esa tarde y esa noche.
Al otro día, volví a llegar a primera hora al
trabajo.
El supervisor me acompañó y midió mi desempeño con los
primeros seis regalos.
Así, pudo comprobar que ya envolvía bien y que me
demoraba poco tiempo.
Nadie reclamó y creo no haber cometido errores
durante toda esa jornada.
Cuando me fui esa tarde, sin embargo, no me sentía bien.
Pensé que se debía a la falta de sueño, así que me
acosté casi de inmediato.
No obstante, tras dormir, descubrí que mi ánimo
seguía igual.
Entonces comprendí que envolver de buena forma los
regalos, producía en mí una tristeza abrumadora.
No sé decir por qué, pero se trataba sin duda de
una tristeza real, dolorosa y sincera.
Por lo mismo, no volví a presentarme al trabajo,
tras ese día.
Y es que envolvía bien y hasta era rápido, pero todo había
dejado de valer la pena.
Todavía me entristece, de hecho, envolver regalos.
La alegría llega de otra forma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario