Él salió de la ciudad primero, y le dijo que se
encontraran en el lugar al que llegara luego de andar dos días a caballo.
Ella, en tanto, si bien comprendió la dirección en
que él partía, comenzó a dudar sobre el poder encontrar realmente aquel lugar,
pues la expresión dos días a caballo
se le hacía difusa.
Así, antes, de partir, consultó con algunos
conocidos si esos dos días a caballo debían incluir las noches de cabalgata, o
si debía consideraba doce horas, u ocho, o qué medida en particular, para
determinar la distancia.
Asimismo, se complicó por la contextura del caballo
y hasta el peso que cargaba. Después de todo, si cabalgaba dos días, pero más
lento o más rápido que él, terminarían por no encontrarse, y eso, a todas
luces, sería una desgracia.
Consultando estas cosas y tratando de asegurar que
el encuentro se realizara de forma efectiva, ella hizo un pequeño viaje hasta
donde un viejo amigo que vivía en la montaña y podía saber sobre estas cosas.
El viejo amigo, en tanto, que había perdido a su
esposa hacía pocos meses, atendió a la mujer muy cortésmente aunque no supo
explicarle, finalmente, cómo calcular de forma certera los dos días a caballo.
Ella, desesperada, rompió en llanto y se sumió en
un estado de tristeza tan profundo que solo la preocupación y cariño de su
viejo amigo pudo darle ánimos, días después, para volver a ponerse en pie.
Así finalmente, debido a la indeterminación de una
unidad de distancia y al afecto y preocupación de su viejo amigo, ella decidió
quedarse en la montaña y ver qué ocurría.
Después de todo -convinieron ella y su viejo amigo-,
el amor mismo podía nacer de circunstancias extrañas, y prácticamente casuales.
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