El hombre que tenía siempre la razón me confesó que
en realidad no era cierto. Qué él mismo no era cierto, me refiero. Que el
nombre le quedó a partir de ciertas anécdotas, pero que todo no era más que una
exageración. Un despropósito, incluso, impulsado por otros hombres más bien
insensatos que habían querido parecer graciosos al momento de hacer referencia
a su persona.
Entonces yo lo miré y le dije que sí, que tenía
razón. Que la tenía incluso en eso, me refiero. Después de todo él era el
hombre que tenía siempre la razón y no podía yo poner en duda aquello que
decía. Y es que sin duda su nombre se lo tenía bien ganado, pensé. Y hasta se
lo dije, luego de pensarlo.
Él entonces se mostró molesto. Alzó la voz y señaló
que la razón no podía ser propiedad de una voz específica. Y explicó de paso que
dicha razón se convierte en sinrazón cuando es acaparada por un hombre que no
está, supuestamente, al nivel de los otros. Mientras estas cosas decía recuerdo se
acercaron algunos transeúntes y comenzaron a tomar nota. Murmuraban cosas y hasta
aplaudían, de vez en vez.
Fue entonces que el hombre que siempre tenía la
razón decidió ir más allá de las palabras y abandonó sin más, aquel lugar.
Desde ese momento no he vuelto observarlo, pero hay quienes dicen que fue hacia
las montañas, hasta un sitio en extremo solitario. Sea esto cierto o no lo sea,
confiamos ciegamente que el hombre haya tenido razón en aquello que hizo, y
ansiamos su regreso, para cuando él lo estime conveniente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario