Le pregunté a Dios, pero no responde.
Le pregunté si estaba bien o era una exageración el
proyecto de una de las tantas iglesias que existen hoy en día, para adaptar las
escrituras a un lenguaje que no discrimine a ningún género.
Y claro, como le pregunté y no hubo respuesta
decidí ir yo mismo a escuchar un sermón, en el que oí –entre luchas otras
cosas-, lo siguiente:
“Bienaventurados
y bienaventuradas los y las que lloran porque ellos y ellas serán consolados y
consoladas”
Y claro, ante semejante transformación no pude sino
incomodarme y me fui del lugar, un tanto molesto.
Así, inquieto –pero lo suficientemente sensato como
para no preguntar a mis iguales-, insistí con las consultas directas, obteniendo
nuevamente un único y grandioso silencio, por respuesta.
Fue entonces que pensé que tal vez el error estaba
justamente en la forma en que me dirigía a Dios, por lo que incluí
consideraciones lingüísticas para ambos géneros en mis futuras consultas.
Esta vez, increíblemente, escuché una voz que
llegaba desde todas direcciones y que dijo, más o menos, lo siguiente:
-Nada estuvo, está ni estará bien en todo esto… El
lenguaje mismo es el error… Nada han dicho ni dicen ni dirán, que merezca haberse
dicho, estar diciéndose o ser dicho…
Luego de esto, consecuentemente, se calló.
Desde entonces, por cierto, yo también estoy
considerando actuar según sus observaciones.
Pero aún no me decido.
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