Se demoraba poco más de dos horas, todas las
semanas, en planchar sus camisas.
Elegía hacerlo los domingos, por la mañana, antes
de cocinar.
Generalmente planchaba siete. Una para cada día.
Por lo general, planchaba también dos pares de
pantalones.
De todas formas, él sentía que solo planchaba las
camisas.
Mientras lo hacía no pensaba en nada más.
Se fijaba en los pliegues, en mantener la
temperatura adecuada, en el cuidado de cuellos y puños.
Eso para él era como no pensar.
Tal vez por eso le gustaba planchar sus camisas.
Tenía la misma rutina desde hacía diez años.
Antes ni siquiera hubiese imaginado que sería capaz
de planchar.
Una vez su hijo -se ven dos o tres veces al mes-, bromeó
diciéndole que planchaba para no tener que ir a una iglesia.
Después de todo, a su edad había muchos que comenzaban
a hacerlo, o que volvían a ir.
Él pensó en aquello y se dijo a sí mismo que prefería
planchar camisas.
Era más honesto incluso, hacerlo así, después de
tantos años.
De esta forma, cuando muriese -él pensaba que le
quedaban cerca de diez o doce años-, se presentaría incrédulo ante Dios, pero
sin una sola arruga.
Casi siempre es cuestión de presencia, se dijo,
mientras planchaba la última camisa.
Casi siempre es cuestión de presencia, se dijo,
mientras planchaba la última camisa.
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