Cada día clava un clavo en la muralla.
Clava un clavo porque sí, hasta el fondo, en la
muralla.
Dice que al comienzo sabía por qué, pero que hoy en
día lo ha olvidado.
Hace unas semanas los contó, y descubrió que había sobrepasado
los mil quinientos.
La muralla es una muralla de su cuarto, por cierto.
Está a dos pasos de su cama.
Por lo general es en la mañana cuando entierra el
clavo.
A veces, se toma unos minutos para mirar y elegir
dónde va clavar el clavo nuevo.
Luego toma el martillo y busca hacerlo con un único
golpe.
Entonces vuelve a mirar la muralla como si fuese
algo así como una obra.
Como si en algún momento fuese a revelarse un
rostro o algo trascendente en aquel muro.
Nunca ha logrado, sin embargo, ver nada.
Solamente clavos, ciertamente, enterrados en una
muralla.
Clavos porque sí, digamos.
Clavos porque él así lo ha dispuesto.
Ahí están, simplemente.
Nada son, por sí mismos, y nada sujetan esos
clavos.
Al menos yo soy el que los ha puesto ahí, le
dijo a alguien una vez.
Antes de dormirse, le gusta observarlos.
Ni él mismo sabe cómo lo hace sentir todo aquello.
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