Había sospechado que el lago no era hondo, pero no
pensé qué tanto. Entré con miedo, caminé un poco y luego noté que el agua
apenas me llegaba a la cintura. La profundidad, de hecho, parecía ser
constante. Debo haber avanzado cien metros y la profundidad no varió. Tal vez
por eso no se veían botes en aquel lago.
Volví a la orilla, encendí fuego y me preparé algo.
Los ingredientes dieron para una especie de pantrucas y me tomé además los últimos
tres vinos. Ya había oscurecido cuando decidí meterme nuevamente al lago. No me
convencía de lo que ocurría con la profundidad del lugar.
El agua no estaba tan fría y todo estaba en calma. Avancé
unos veinte metros y la situación seguía igual, salvo que ahora me sentía un
poco desorientado. El fuego de la orilla se había apagado y yo estaba algo
mareado, por el vino. Mientras avanzaba, pensé que lo que ocurría realmente no
era que la profundidad fuese constante, sino que mis piernas se alargaban a
medida que avanzaba. Y claro, sin saber cómo, me convencí de aquello. Entonces
volví a la orilla, maravillado, sintiendo cambios a cada paso. Alegremente
absurdo, en medio de la noche.
Es extraño, reflexioné, mientras me secaba, en la
orilla. Es extraña esta adaptación a la profundidad. Mostrar siempre lo mismo,
pero ocultar en el fondo, algo distinto.
Finalmente, como tenía frío, volví a encender
fuego, antes de acostarme. Poco después, me puse a escribir estas palabras,
junto a la fogata.
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