Cuando pequeño, cada semana, un tío me regalaba un
suplemento del periódico en que venían varios puzles y otros juegos.
Uno de ellos correspondía a una imagen, en la que
había que encontrar siete anomalías.
Las imágenes solían ser variadas: paisajes
naturales, aglomeraciones de personas, escenas de ciudades… por ejemplo.
Y yo me obsesionaba con ese juego.
Solía recortar la imagen y guardarla en un
cuaderno, donde luego las pegaba ordenadamente.
Cabían dos imágenes en cada hoja, según recuerdo, y
las anomalías las encerraba en círculos rojos, hechos con lápiz pasta.
Dicho esto, debo confesar que en ninguna de las
imágenes logré encontrar las siete anomalías.
Le pedía a mi tío que arrancara el solucionario
antes de darme el suplemento, así que estoy seguro que nunca hice trampa.
Tres o cuatro era la media, aunque es posible que
en alguna hubiese llegado a descubrir hasta seis anomalías, aunque no lo recuerdo
muy bien.
El punto es que siempre pensé que cuando creciera
iba a poder descubrir las otras, y me culpaba a mí mismo -o a mi poca experiencia,
más bien-, de no poder encontrarlas.
Asimismo, siempre que llegaba a un lugar,
practicaba buscando siete anomalías, aunque nunca se lo confesé a nadie.
Fue así que descubrí cosas que tal vez era mejor no
saber, al menos a esa edad.
No hablaré de esas cosas, por cierto.
Tampoco ahondaré en los momentos en que yo mismo
sentía ser la séptima anomalía.
No es algo que haya superado en todo caso, pues
debo reconocer que a veces siento que he vivido entre las imágenes de ese
juego, y que he ido encerrando en rojo una serie de cosas en las que he creído
totalmente en épocas anteriores.
Tanto así que el mundo entero, hoy en día, podría
encerrarlo en un gran círculo rojo.
Sin embargo, respiro hondo y busco qué considerar cierto,
cada día, para no hacerlo.
Escribir aquí, por ejemplo, es una forma de no
hacerlo.
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