I.
Tras saludarme me entregó una
tarjeta.
Aparecía un nombre, un teléfono y
un dibujo.
Nada más que yo recuerde.
La estaba por guardar en un
bolsillo cuando él me detuvo.
Necesito que me la devuelva, me dijo.
Yo lo hice.
Entonces el hombre tomó la tarjeta
y la partió en pequeños trozos que guardó en su billetera.
Es por seguridad, explicó.
Ya, dije yo.
No seguridad mía, sino protocolar,
complementó.
Ya, dije yo.
Luego de esto me preguntó si podía
hacerme unas preguntas.
Yo acepté.
Entonces me las hizo.
Y yo contesté.
II.
Las preguntas en general solo
requerían que yo dijese sí o no, nada más.
De hecho, en algunas ocasiones en
que intenté desarrollarlas el hombre me detuvo de inmediato.
No es pertinente el desarrollo, me dijo.
No se tendrá en cuenta.
En las únicas que dije algo
distinto fue cuando me preguntó sobre mi lugar de nacimiento y el lugar donde
me gustaría morir.
De hecho, como nunca había pensado
en el posible lugar de mi muerte repetí simplemente mi lugar de nacimiento.
No sé si eso será posible, dijo entonces
el hombre, como si hubiese recibido una solicitud.
Luego guardó sus cosas, se
despidió cortésmente y se fue del lugar.
III.
Si bien la situación fue muy
extraña, conozco al menos dos personas que han vivido situaciones similares.
Por mi parte, en cambio, nunca
revelé a nadie que había sido interrogado.
Respecto al nombre que vi en la
tarjeta solo recuerdo que empezaba por J y que contenía una h en algún sitio.
Del apellido y del número telefónico
no recuerdo absolutamente nada.
De vez en cuando, eso sí, sueño
incluso con el dibujo que aparecía en la tarjeta a modo de logo.
Era el dibujo de un hombre, que se
cortaba con un cuchillo, una de sus manos.
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