Este producto produce cáncer.
Produce cáncer, pero no engorda.
Digamos entonces que no es ni un buen ni un mal
producto.
Estudié el caso y repasé aspectos en voz alta.
Tiene bonito
envase.
Su precio no
es elevado.
En fin… compraré
unas cajas.
Todo eso, me dije.
Entonces probé ponerlo a la venta y no me fue mal.
Dudé un poco sobre los lugares de venta, pero al
final fue lo menos importante.
Y es que sentí que la gente lo miraba con cariño,
sabiendo que uno mismo no es mejor que ese producto.
Al menos es
honesto, comentaba la gente.
Y al decirlo se daban cuenta que aquella era una frase
difícil de decir, hoy en día.
Y ocurría entonces que llevaban uno.
O tal vez dos.
Y mientras miraban el producto intuía yo que
pensaban en otras cosas.
En cosas que no se piensan juntas, generalmente.
En cosas que es un error, mejor dicho, no pensar
juntas.
En la superficie y el fondo, por ejemplo.
O hasta en la vida y la muerte, en un caso extremo.
Produce
cáncer, pero no engorda… leían ellos, en voz alta.
Y se sonreían un poco.
Y probaban el producto.
Y dejaban finalmente su dinero casi con alegría.
Como si estuviesen pagando, por perder de apoco su propia vida.
O como si donaran sangre, gota a gota, en un
hospital.
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