Una vez, en un pequeño río, estuve una semana
tratando de encontrar pepitas de oro.
Fue durante unas vacaciones en que por razones que
no quiero detallar terminé quedándome con una familia que intentaba vivir de
aquello.
Trabajábamos por lo general seis horas, más las
cinco que nos demorábamos yendo y viniendo hasta el lugar.
Cargábamos los utensilios, un par de frutas y por
lo general unas tortillas que cocinaba la hija, que se quedaba en casa.
Durante la semana, entre todos, encontramos cerca
de dos gramos.
Según ellos eso era lo normal.
No lo decían quejándose ni nada parecido.
Era como si sus palabras fueran, de cierta forma, parte
del rio que seguía corriendo.
Pasada la semana fuimos hasta la ciudad, a
venderlo.
Al final resulté ser solo un gramo y medio.
Con eso compraron harina y alimento, para unas
gallinas que tenían.
Yo conseguí un pasaje de bus que cambié por una chaqueta,
un saco de dormir y unas zapatillas.
Quise comunicarme con ellos, alguna vez y le envié
un par de cartas.
Me llegaron de vuelta, mis propias cartas, diciendo
que la dirección no existía.
Llamé a correos y hasta hablé con una persona,
bastante amable, a quién le expliqué, de forma exacta, el lugar donde ellos
vivían.
Días después, esa persona me contactó y me dijo que
encontró el lugar, pero que no había ahí, ninguna vivienda.
Y no puede
haber porque por ahí pasa un río, me dijo.
Yo no insistí y olvidé gran parte de lo sucedido.
Lo anterior, de hecho, es lo único que recuerdo, de
esa historia.
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