Ella escribe un trabajo y yo pongo acá un fragmento:
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Siempre quise tener un perro que se llamara Epicuro. Pero no
un perro cualquiera. Yo quería un perro que se sentara frente a mí y me hablara
de tú a tú, sin tapujos. Cuyo nombre fuera Epicuro no porque yo se lo puse sino
porque él lo eligió. O porque no tuvo elección más bien. Porque se sabía
Epicuro, me refiero. Y saberse no es poca cosa. Entonces nos sentaríamos sobre
el pasto y Epicuro me haría la vida más fácil con unas cuantas palabras:
-El fin de la vida humana es procurar el placer y evadir el
dolor –me diría, como primera cosa.
Y hasta los papeles se invertirían pues yo exclamaría “Guau”,
asombrada.
Entonces él tomaría confianza y me explicaría unas cuántas
otras cosas que yo anotaría en una libreta que tampoco tengo y que me gustaría
tener, con una letra ídem.
Luego las numeraría:
1. La sensación es la base de todo el conocimiento.
2. Las sensaciones producen placer o dolor, experiencias
cuyas huellas generan sentimientos, que son la base de toda moral.
3. El contrapeso ético del placer es el miedo, que debe ser
evitado.
Luego Epicuro se quedaría en silencio un momento y yo también.
Nos quedaríamos en un silencio pacífico, por cierto, porque
una verdad importante habría sido dicha.
No creo que sea tan difícil.
No pido un Dios ni una vida eterna ni que los seres amados se
queden con nosotros para siempre.
Pido un perro que se llame Epicuro, y que no tema hablarme, y
hablarme con la verdad.
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