Hubo un tiempo en que, por esta calle, se paseaba
una mujer de un lado a otro, con una taza vacía. La taza era blanca, sencilla…
una típica taza para tomar té, digamos, solo que sin nada en su interior. En
cuanto a la mujer, se trataba de una mujer relativamente joven, de unos treinta
años, calculo, que había llegado a vivir hacía pocos meses a una casa al final
de la calle, junto a un hombre notoriamente mayor, que salía a trabajar durante
todo el día.
Si bien mientras andaba con la taza no hablaba con
nadie, yo solía pensar que –en su imaginación, al menos-, estaría pidiendo “una
taza de azúcar”, a alguno de sus vecinos.
Por otro lado, algunos vecinos han optado por
hablar directamente con el esposo de aquella mujer, para averiguar qué sucede con
ella y pedirle que tome mayores medidas, para que la mujer –al menos-, permanezca
en el hogar. Lamentablemente, debemos reconocer que el hombre que vive con la
mujer se niega a hablar del anuncio y no reconoce problema alguno.
A partir de todo lo anterior no nos queda, a los
habitantes de esta calle, sino aceptar a esta mujer y su taza vacía deambulando
fuera de las casas. Tal vez esté loca o tal vez, simplemente, ocurra que quiere
azúcar, pero es tímida y no se atreve a
pedirla.
En mi caso, en todo caso, supongo que no trataré de
averiguarlo, pues ni siquiera tengo azúcar en mi casa, desde hace varios años.
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