Un amigo que viajó al norte se robó una momia.
Fue hasta un cementerio indígena y cuando se alejó unos metros la
encontró.
Vio el cabello sobre la arena y escarbó hasta sacarla.
Tenía lazos en el pelo y restos de ropa se le desarmaban al tomarla.
Como era pequeña la guardó en la mochila, quebrándole las piernas.
No dijo nada a nadie e intentó llevar sus cosas con cuidado, pero igualmente
se dañó.
Yo la vi en Santiago y el cuerpo estaba por partes.
Solo la calavera y el pelo permanecían en buenas condiciones.
Mi amigo estaba asustado porque la noche anterior la escuchó gritar.
Por la mañana trató de acomodarla y entonces fue que me llamó.
Quería que me la llevara o que al menos le diera alguna idea.
Y claro, yo no terminé haciendo ninguna de las dos cosas.
Los días siguientes, según me contó, dejó de gritar, pero cantaba un
poco.
Mi amigo grabó el canto, pero no comprendió lo que decía.
Igual el coro suena como con
rabia, me dijo.
Pasaron entonces unos días hasta que de pronto mi amigo me llamó
mientras ella cantaba.
Era una canción extraña, pero que yo había escuchado antes, en algún
lugar.
Fue entonces que, en la parte donde aparentemente ella mostraba rabia,
la llamada se cortó de improviso.
Yo, en tanto, sin momias todavía y sin devolverle la llamada, me fui a acostar.
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