El doctor me contaba que le hacían algo así como pitanzas.
Llamadas telefónicas a altas horas de la madrugada
donde le pedían ir de urgencias hasta algún sitio donde alguien, supuestamente,
estaba gravemente enfermo.
Él mismo desconocía cómo lograban averiguar su
número –lo cambiaba casi todos los meses y procuraba no dárselo más que a sus
cercanos-, pero lo cierto es que cada semana terminaba yendo hasta algún sitio
donde, finalmente, no había ningún enfermo.
De haber vivido en una ciudad grande, me decía, tal
vez habría podido desviar la atención hacia algún hospital o centro mayor, pero
al tratarse de un pueblo pequeño y ser el único doctor que vivía en el lugar,
él explicaba que no podía negarse a los llamados, aunque ya supiese, antes de
ir, que se trataba de una farsa.
Lo peor sin embargo, según lo que me cuenta, es que
ya casi al final de su estancia en aquel lugar recibió otra de estas llamadas,
donde le señalaban que lo requerían urgentemente para atender a un enfermo,
aunque esa vez –esa única vez, al parecer-, se tratase de un caso verdadero.
-Lo que me avergüenza de todo esto es que me alegré
que fuese cierto –me confesó-. Se trataba de un caso grave… una peritonitis que
tuve que operar en el mismo domicilio... Un chico joven, según recuerdo… No
sobrevivió la operación.
-¿Lo culparon de algo…? –pregunté.
-No… -me dijo-. No es el punto. Yo hice todo lo
posible y así lo entendieron, al parecer. Además lo ratificaron los doctores
que enviaron de la ciudad, al otro día.
Luego de eso, sin embargo, cesaron las pitanzas, según
me cuenta-. Nadie le recriminó nunca nada y el trato en el día a día parecía
ser el mismo, pero nunca volvieron a llamarlo en la madrugada, para que
asistiese a algún enfermo imaginario.
-Fue como si hubiesen dejado de confiar en mí –me cuenta
finalmente este doctor-. De hecho, sin más pitanzas, solo aguanté seis meses
más en aquel lugar…
-Una lástima –dije yo entonces, por decir algo.
-Una verdadera lástima –corrigió él.
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