Me hablan de una mujer que va todos los meses a
comprar lanas de colores.
Recorre los pocos locales que quedan en una de las
calles del centro de Santiago y se lleva las lanas de los tonos más inusuales
que encuentra.
Dicen que acaricia la lana, que la huele y que a
veces desenhebra algunas de ellas, para ver su textura.
Ninguno de los vendedores sabe el nombre de la
mujer, pero varios de ellos deducen que la mujer va a comprar tras cobrar su
jubilación.
-A mí me da hasta pena venderle –me dice una
vendedora bajita, que tiene un puesto en una esquina- Se nota que no tiene
mucho dinero y siempre calcula en un papel, los distintos precios.
-En cambio a mí me da alegría –comenta otra
vendedora, más pequeña, del mismo lugar, aunque no da argumentos.
Yo anoto ambos comentarios en un cuaderno y hago
cálculos para saber qué día debo ir a ese sector, para encontrar a la mujer.
Así, tras dejar pasar una semana voy unas cuántas
tardes y a la tercera la encuentro.
Es una mujer delgada, de poco más de sesenta años, según
calculo.
Camina con pasos lentos y cortos, fijándose en las
vitrinas.
Veo que compra lanas en distintos locales y me fijo
que va contando el dinero y reuniendo los vueltos, antes de entrar en un nuevo
local.
Así, tras poco más de una hora, la veo alejarse del
sector de esas tiendas con varias bolsas llenas de lana, principalmente de
colores vivos y brillantes.
Por último, antes que se aleje más, me acerco y le
hago una única pregunta.
-Disculpe… -le digo-. Sé que es indiscreción, pero,
¿me podría contar que hace con las lanas…?
Ella demoró unos segundos en iniciar una respuesta.
-Las quiero –me dijo, mientras me miraba fijo, y
sonreía.
Yo también sonreí.
Finalmente, ambos nos despedimos inclinando nuestra
cabeza y nos alejamos del lugar, en direcciones contrarias..
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