Hoy me levanté en la madrugada y fui a la cocina.
En la cocina, me crean o no, había un pelícano.
Un pelícano sobre el lavaplatos, a cientos de kilómetros del mar.
Entonces me detuve porque además el pelícano era grande.
Grande como para asustarme a pesar de que no se movía.
No se movía, pero claramente estaba vivo, mirándome desde el
lavaplatos.
Estaba la ventana abierta, es cierto, pero eso no era una explicación.
No era una explicación suficiente, al menos, para dar sentido a su
presencia.
Su presencia ahí, a ciento de kilómetros del mar, sobre el lavaplatos
de mi casa.
Hablé entonces en voz alta, frente a él, con un tono de voz calmo.
Y con un tono de voz calmo me acerqué unos pasos hasta donde estaba y le
dije.
Le dije que estaba a cientos de kilómetros del lugar donde debería
estar.
El pelícano se asomó entonces en el lavaplatos como si se tratase de un
nido.
Un nido metálico, vacío e incorrecto desde el cual él ahora quisiera hablar.
Hablar claro y decirme que él estaba más cerca que yo, del lugar donde
debía estar.
Luego esto el pelícano se incorporó y avanzó incómodo, hacia la
ventana.
Hacia la ventana que estaba abierta, en un costado de la cocina.
La cocina que ahora volvía a estar vacía y en silencio, como siempre
debió estar.
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