Hice listas de defectos ajenos.
Por años hice listas.
Minuciosas.
Detalladas.
Incluso incluí en cada una, referencias a acciones
que sirvieran de fundamentos para los defectos señalados.
Entonces establecí criterios y las organicé en
distintos tomos.
Compaginé.
Pasé en limpio.
Ordené todo aquello que iba construyendo.
De hecho, bien podría haber armado con esas listas,
una nueva biblioteca.
Con el tiempo, sin embargo, cambiaron algunas
cosas.
Por ejemplo, fui observando que los defectos se
repetían.
Entre unas
personas y otras, me refiero.
Y no solo un defecto, sino la suma de cada uno.
De esta forma, ocurría que M., por ejemplo, tenía
exactamente los mismos defectos que T., C. y G.
Entonces –ante el gran material que tenía-, decidí
anular algunas listas y, siguiendo el ejemplo anterior, dejar solo la de M., ya
que las otras se repetían íntegramente.
Fue así que comenzó a reducirse el material
almacenado.
No de manera drástica, pero al menos se detuvo en
gran medida la creación de nuevas listas.
Y es que estaba claro: los patrones de defectos se
repetían una y otra vez, y ya no había mucho que agregar.
Dejé sin embargo, para el final, hacer mi propia
lista.
Eran defectos propios, claro, pero pretendía igualmente ser
objetivo.
Por esto, solicité ayuda a algunos conocidos y les pedí
que me colaboraran enumerando algunos de mis defectos.
Recibí así, una gran cantidad de material.
Mucho más, al menos, de lo que había proyectado.
No los leí en detalle, por lo mismo.
Para intentar ser justo, entonces, destruí las
otras listas que tantos años me había costado organizar.
Sé, por lo demás, que no soy el único que ha
actuado de forma parecida.
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