I.
De chico me enseñaron a tomar la presión arterial.
De hecho, mientras aprendía, me dijeron que
practicara conmigo mismo.
Fue así que, esa misma noche, comencé a tomarme la
prisión.
Un estetoscopio y una serie de aparato eran los
necesarios para realizar tal actividad.
Y claro, lo que sucedió entonces fue que, por más
que intentara, mi presión arterial marcaba cero.
II.
No sé cómo habrá sido mi razonamiento, pero lo
cierto es que tras varios intentos fallidos, determiné que el error estaba en mí.
Dicho error,
además, podía significar varias cosas.
Una de ellas, es que yo ya estaba muerto.
Otra, es que yo tenía una forma de estar vivo distinta a la de los demás.
III.
Hoy puedo aceptar que mis conclusiones, en ese
entonces, fueron apresuradas.
Apresuradas, ilógicas y fruto de un ego complejo y
excedido, si quieren.
No obstante, en ese entonces, esas conclusiones me
parecían incluso explicar otras sensaciones que yo creía únicas.
Así, pasé poco más de una semana creyendo que yo
era un ser que no tenía presión arterial, ya que mi vida se desarrollaba por
caminos distintos a los de los otros.
Guardé, sin embargo, el secreto de mi supuesta naturaleza
distinta y traté de comprender mi naturaleza, a partir de esa diferencia.
IV.
Fue entonces que, un día, la persona que me prestó
los implementos para tomar la presión pasó por mi casa.
Tomó los elementos y aprovechó de tomar la
presión arterial a mi abuelo.
Tras un par de intentos en que lo vi complicarse,
aquella persona revisó un par de piezas y volvió a conectar una especie de
manguera.
Ahora sí,
señaló, y yo comprendí de golpe que mi naturaleza era solo igual de compleja
que la de los otros.
Entonces mi corazón, que se había creído especial
por poco más de una semana, aceptó que era uno de tantos.
O eso me hizo creer, al menos, durante algún tiempo.
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