I.
El problema no era que fumara mucho, sino que no
botaba el humo. Por lo mismo, para hacer espacio, el humo comenzó a carcomer
todo aquello que estaba dentro. Órganos, huesos, tejidos... Todo volviéndose
ceniza hasta que de pronto no quedó nada. Y es que ya son cincuenta años los
que guarda el humo y no exhala. Una cáscara casi, es lo que queda ahora. Una
cáscara que fuma, digamos. Una cáscara que no se inmuta y que está llena de
humo. Nada más.
II.
Hace años lo hablamos y yo creí que bromeaba. No solo soy yo, me dijo entonces. El mundo tampoco exhala. El universo mismo
no exhala… ¿Hacia dónde va a exhalar el universo?
III.
Yo escuchaba y lo veía fumar y no lo tomaba en
serio. De vez en cuando anotaba sus frases y bebía algo, mientras él fumaba. Esa
era la rutina, más o menos. O lo fue hasta que quise descubrir el truco. Lo de
no botar el humo, me refiero. Y es que siempre pensé que era un truco y un día
se lo pregunté directamente.
IV.
No hay truco,
me dijo. Y yo asentí, pero sin ganas. Entonces, sacó una pequeña navaja que
tenía en su chaqueta y se hizo un corte en el antebrazo. Sonó como si alguien
cortara un trozo de cartón. No se escapó el humo, pero brotó una especie de
ceniza. Todo fue llenándose de a poco. Él, en tanto, volvió a encender otro
cigarro.
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